Historia de una escalera

No es la escalera de una comunidad de vecinos. Cada una de sus puertas da a la misma familia, y sus miembros no se tiran maldiciones ni promesas ilusas. Tampoco al recorrerla se esfuman las décadas como se pasarían cien páginas con un dedo. Eso no… el tiempo sube lento desde este escalón hasta el siguiente. El presente es más dilatado aquí. Sigue su curso con amabilidad, apartado de la agitación urbana, cercano al Pirineo catalán, en un pueblo cansado.

Buscando el tercer piso, los fósiles, una funda de contrabajo, una escopeta de tiro… amenizan el ascenso. Anuncian la identidad de los residentes. Las paredes desconchadas y las vigas de madera, y una tablilla tallada en que se representa el baile de la sardana, le conciencian a uno de la tradición vieja de esta casa de pueblo y del apego a la tierra.

Son tres allí, arriba, en el tercero: madre, padre e hija. La primera es activa y culta, pero también maniática, y habla por los codos. Habla de sus manías, de la limpieza. Y lo hace con simpatía, que se antoja forzada en ocasiones, y usándola las viste de nimiedad. Las pormenoriza entre risitas como pequeñeces con las que se ha de ser indulgente, imponiéndolas, sin embargo. El varón, por su parte, es geólogo y músico hábil aficionado. Un paisano robusto, bromista. Se gana el pan enseñando matemáticas a alumnos necesitados de bachillerato, como su esposa, que enseña idiomas. En la conversación con él se desprende el amor por su cultura; la valora, y, aunque rotundo en sus palabras, es humilde. Conoce las reglas del juego. En la sobremesa, comenta la independencia de su país con sensatez. Se le reconoce una suerte de sabiduría capaz de distinguir las buenas intenciones de la hipocresía; la prudencia, de los sofismas de la ideología del pueblo que regalan los oídos de los ignorantes. Se da este caso en su hija, a la que ésos contentan. No se la puede culpar más de la cuenta porque atraviesa hoy esa edad del romanticismo. Es curiosa y tiene también ciertos intereses, que es más de lo que puede decirse de muchos de sus coetáneos. Tiene padres instruidos; tiene suerte, es verdad. No obstante, es aún una mezcla deficiente de ambos. Como su madre, no calla. Pega voces naturalmente. No desperdicia la posibilidad de apostillar, pero carece de ingenio. Se ríe sola. Igual que su padre, habla como si todo lo supiera. En efecto, sabe lo suficiente como para creerlo y no tanto como para llegar a comprobar que eso apenas es nada. Resulta cargante. Ciertamente, es algo alelada… y bastante repelente.

Bajo ellos, en la segunda planta, residen los huéspedes que van y vienen. Los acogen, les ofrecen cama y un plato en la mesa, a cambio de su colaboración en los menesteres de la casa. El de este tiempo recibe un trato amable de la familia. A él le basta con eso.

Y más abajo, en la primera planta, viven dos gatos y María, la madre octogenaria del padre. María es la señora de esta escalera. Comparte un café con el huésped de turno y cuenta que por lo que a ella respecta esta casa es feudo de su estirpe desde siempre, en este pueblo de peñascos secos y ruinas de otras edades donde no se imagina el cambio y la medida de lo eterno adquiere una dimensión extra. Escucha el huésped, y siente que es menudo y pasajero, porque lo es.

El físico de María está ligeramente impedido. Sufre de párkinson, y su familia le ahorra esfuerzos por ello. En el tercer piso preparan sus cenas y comidas, que le son llevadas hasta el primero, se le explica al huésped. No reprime éste una sonrisa. Él colabora en el cuidado del bienestar de María. Adecenta la cocina que los gatos ensucian y la acompaña al paseo por las tardes, cuando su hijo y su nuera trabajan y su nieta estudia. Es preferible que María no salga sola. Ya ha tenido más de una caída, el pueblo se levanta sobre un monte, y a ella le cuesta controlar su velocidad en bajada. En las calles encuentra y saluda a los viejos, que son los más de los habitantes de aquí. Ella los conoce bien, ya son muchos años, y a ratos los critica. Éste que viene, dice sin recatarse, está sordo como una tapia; aquélla y su marido no se hablan desde hace años, y ésa que sale de la tienda no mira por otra cosa que el dinero. Su acompañante atiende. Valora el comentario crudo aunque detesta las malas lenguas. Pero en María no se perciben rasgos de envidia o, simplemente, de mezquindad. Su voz sostiene una nota de resignación en el aire, critica con el humorismo de quien ha visto echarse todo a perder y sin remedio.  Se alegra, además, de que la entienda el actual huésped. Los anteriores fueron siempre extranjeros. Hacían silenciosos los paseos, y María se aburría.

Normalmente, María se levanta tarde para que las mañanas se pasen rápido. No ve a los familiares cuando rondan la casa en esas horas. Ella mira la tele, come, y sigue mirándola hasta que llega la hora de salir. El huésped cambia la arena de los gatos y la bolsa en el cubo de la basura, mientras tanto. Y le cuesta respirar. Las nubecillas de polvo se rebelan si limpia y varias estufas calientan el primer piso para María más de lo que a él le gusta soportar. Y verla en el sofá ante la caja tonta, sin variar su postura, añade una carga de depresión a su moral. Por qué nada ocurre, reflexiona; si acaso no tendrá ella otro interés que estar sentada, piensa, una afición, la que fuera; o si, en todo caso, no sería más llevadero esperar la muerte haciendo algo que no haciendo nada. Por qué no sube a sentarse ante la tele del tercero… Allí arriba, cuanto menos, vería pasar una persona de pascua en ramos.

La cotidianeidad comienza a tornarse sombría bajo la corteza del buen humor. El huésped lo nota y no tarda en familiarizarse con ella. La segunda vez que le sirve la cena a María y posa el plato sobre una mesa vacía, cae en la cuenta de que come sola a diario, pudiendo no ser así. En la tercera ocasión en que salen juntos a andar, cuando ella se sirve de su brazo como apoyo, ese brazo extraño, comprende que este paseo es el rato más largo de cada jornada que María pasa en compañía, y lo es sólo por él. Por alguna razón se siente deshonroso. Elucubra sobre la infelicidad de ella. Caminan despacio. Tal vez María fuerza el paso corto. Quizá elige dar un rodeo y prolonga el paseo por la compañía. Y luego se quedará sola y sentada. Quizá está aterrorizada. ¿Teme ser comprendida?, y quedar expuesta como un ser abandonado. Y quizá se avergüence a pesar de su inocencia, tristemente. Por lo demás, quince minutos cada noche, su hijo la visita al llegar del trabajo y le da charla, para subir después a cenar con su mujer y su hija y acostarse con la culpa ahogada y diciéndose que no es un miserable.

El huésped se compadece. Identifica su acción de intermediario. Trata con María en nombre de terceros, los del tercero. Intermedio, como la segunda planta que ocupa. Imagina un futuro próximo. En él no está y no vuelve, tal vez. Acompaña a María un inglés con quien le es imposible cruzar dos frases. Pero el presente es ancho. Disfruta más de él y de la vieja. Hacerla feliz es fácil. A los viejos les basta la conversación. Es bueno. Se colman de satisfacción cuando enseñan un poco de eso que saben no por diablos, sino por viejos sólo, que les deja pasar otro día convencidos de que la vida que termina parece servir de algo después de todo.

Historia de una escalera

Observaciones desde la última fila

Es demasiado extenso el discurso. El público ha tenido tiempo para aletargarse. Y pasado ahora… aún no se le requiere. No se le acompaña con la exposición; no puede cumplir su función. El público ha quedado fuera de lugar. Ha sido olvidado.

Pero el discurso mismo toca retirada. Recae sobre su idea inicial y se anuncia terminado. Ahora sí, pide pan cuando dice gracias. Y se han empezado a incorporar los asistentes ociosos mientras crece un rumor de nerviosismo en la sala. Se miran unos a otros y respiran, también agradecidos. Que sí… Que eso parece, sí, que ya va llegando el momento de aplaudir.

 

Observaciones desde la última fila

El anacoreta

— ¡Ten cuidado! Ahí es donde guardo los lápices.

— No es más que un cajón.

— Claro, el cajón de los lápices.

Solté entonces cuidadosamente el tirador, sin llegar a utilizarlo.

— ¿No piensas salir nunca de este agujero?— pregunté deambulando por la estancia. No me atrevía a tocar muchas cosas.

— ¡Claro que sí!— contestó sin levantarse de la cama—. Es decir, podría salir si quisiera. Ya me iré… o igual no. ¿Qué se yo? Nada. Ahora no quiero. Quizá quiera mañana, o quizá no. Tendremos que esperar un día más para saberlo.

—No entiendo como no te mueres de aburrimiento o absorbido por la mierda. Ventila esto, haz el favor. ¡Apesta!—y al tiempo que hablaba di unos pasos hacia la ventana para abrirla de par en par.

— Ya… es que la cisterna del retrete no funciona, supongo que no es muy agradable para quien no se ha acostumbrado. En fin… no tienes que preocuparte por mí. Nunca me aburro. Tengo lectura de sobra para matar el tiempo— dijo, y señaló a varias montañas de libros adornando el cuchitril—. La mayoría no los he abierto todavía y el tema de la higiene… no sé, no me resulta esencial, la verdad. Pero bueno,… ¡venga! ¡Que corra el aire! ¡Sí!

— Hace poco estuve con tu madre— dije entonces, adoptando una expresión de gravedad—. Está muy preocupada por ti pero dice que no se atreve a intentar sacarte de aquí, ni tampoco quiere verte… en este estado, lo cual no me sorprende… Dice que ya no sabe qué te propones, que le das la espalda al mundo, y en eso creo que acierta. Tiene miedo de que acabes consumido y frustrado. Con esas palabras me lo transmitió. Creo que teme que acabes saltando por la ventana. Yo eso no lo pienso…

— ¡Bah! ¡Madres, eh! ¡Qué exageradas son!— se rió, y siguió hablando exultante— Si estoy en mi apogeo, mírame. Estoy fantástico. Desde luego, soy afortunado. Nunca me he encontrado en mejores condiciones. Sólo tengo que solucionar el problemilla de las cucarachas y esto será poco menos que un palacio. Aunque tampoco me importa eso demasiado. ¡Qué coño! Podrían quedarse… ¿no? Sí, que se queden, nunca está de más una mascota. Además, estaban aquí antes de que yo llegara, ¿qué derecho tengo a echarlas?

— Bueno, esto es de locos. ¡Tú deliras! ¿No lo ves? No he conocido a alguien con peor aspecto en mi vida y tu ropa… simplemente da asco acercarse a ella, a ti, no quiero pensar cómo será llevarla encima.

— Pues bastante cómodo, si te soy sincero.

— ¡Espabila! ¡Mira a tu alrededor! Te estás echando a perder. ¡Tienes que salir de aquí!

— Eh, eh,… tranquilízate. Siéntate un poco, por favor, creo que te estás poniendo muy nervioso. De repente se te ha puesto la cara pálida. ¿Quieres comer algo? Tengo un poco de pan. Es de hace ya unos días pero bueno, ya sabes lo que se dice: cuando hay hambre no hay pan duro— y me tendió un bollo mordido por varias esquinas y que ya empezaba a verse dudoso.

— ¡Aparta eso de mí!— le grité casi horrorizado.

— Bueno… perdona. No sabía que te hubieras vuelto tan exquisito.

— ¿Me tomas el pelo? ¿A qué viene todo esto? Sé sincero. ¿Es que tiene razón tu madre y no quieres saber ya nada de ella ni de nadie? Porque si es así me iré ahora.

— ¡Oh, no! Si las personas son lo que más adoro. Me pasaría el día entero con ellas. Es lo que hago, de hecho.

— ¡Las personas están ahí afuera! ¡Sal ya! ¡¿Qué haces aquí encerrado?!

— Pues muy sencillo, leer— dijo.

— ¿Leer? ¿Es todo?

— ¡Vaya! ¡Te parecerá poco! Que me canso, ¡eh!… Leer un buen libro es como mantener una buena conversación con una persona inteligente, y se la conoce de verdad. Y hay que esforzarse un poco.  Leo, ellos me hablan y yo les contesto. Discuto las ideas que me proponen. A veces me plantean algunas cuestiones tan atrevidas, ideas tan agudas, que me paso horas diseccionándolas y tratando de rebatirlas punto por punto. En mi imaginación, claro está. No creas que hablo con los libros en voz alta. No estoy loco.

— En la calle tienes miles de personas reales con las que hablar— le dije.

— ¡Pff! Sí, pero son mucho menos interesantes. La calidad de su conversación es muy inferior, admitámoslo. La mayoría solo dice bobadas y casi todos se expresan fatal. No… prefiero esto. No tienen nada que hacer contra un buen libro— dijo sonriendo para sí, acariciando la tapa y echando un vistazo al que tenía entre manos, como un perro miraría a una chuleta que va a devorar— Me gustaría que no fuera así, créeme, pero qué le voy a hacer yo, sólo soy un hombre. Si fuera dos aún podría hablar conmigo, pero para eso me quedo aquí en la cama, ¿no crees?

— ¡A la mierda! Amigo, has perdido el juicio. Ya estoy harto de esta tontería— concluí enfadado—. ¡Adiós!

— Como quieras. Vuelve cuando te apetezca— dijo sonriente cuando le daba la espalda dirigiéndome hacia la puerta—. ¡Gracias por venir a verme!

Y con mi portazo puse punto final a su última frase.

El anacoreta

Mamá Correctiva lanza la campaña «Mano a mano» por una igualdad de género real

La campaña aborda problemáticas de índole cultural y se presta a la formación de la ciudadanía

La ONG Mamá Correctiva (MC) ha lanzado esta semana la segunda edición de la campaña «Mano a mano», una iniciativa de sensibilización con el objeto de “acelerar los procesos de corrección de la desigualdad de género en nuestra sociedad”, según ha declarado la directora de la organización, Martirio de la Cruz. La campaña, de alcance internacional para la comunidad hispanohablante, mantiene el espíritu activista de su primera edición, que posibilita esta vez “el abordaje drástico de una realidad discriminatoria que ha sido siempre el lastre del género femenino, la del maltrato conyugal”.

Según un estudio privado llevado a cabo en colaboración por MC y la Universidad Camilo VI, y que fundamenta la campaña, las mujeres españolas tienen un 83% menos de posibilidades de encontrar un hombre apto para ser maltratado en el seno del matrimonio. Sólo uno de éstos sufre maltrato por cada veinticuatro mujeres en tal situación. A pesar de la amplia disparidad, la portavoz de la campaña «Mano a mano», Aurelia Marcos, en una rueda de prensa celebrada ayer en la sede nacional de la organización, ha afirmado de esta desigualdad que es la sutilidad que pierde a las mujeres. “Por educación y cultura, la figura del hombre nunca se muestra sometida ni dócil bajo un yugo”, afirma. “Este papel parece extraño al sexo masculino, lo cual dificulta la búsqueda por parte de la mujer de un hombre que pueda ajustarse a dicho rol. Se le llama sutil por ser no una desigualdad de hecho, sino ideológica”.

Así, es víctima y ejemplo de esta realidad Marta, albaceteña de treinta y siete años, quien tras dos matrimonios fallidos, resuelta ahora a tomar parte activa en el cambio, se ha sumado a la militancia de MC y da testimonio de su experiencia. “Es innegable el control patriarcal de la educación y las masas. Se bloquea, en el ámbito social, la idea de que la mujer pueda ser la dominadora y se frustra esta faceta de la naturaleza femenina. De los hombres con los que conviví, la mayoría me abandonaron por mi carácter, salvo quienes encontraron en el hecho de ser maltratados cierta excitación sexual viciosa. Se reían, y me pedían más. No sufrían, lo tomaban a risa. No lo comprendo. Era repugnante”, se queja Marta.

Con el movimiento «Mano a mano», MC promueve una evolución de la conciencia hacia una verdadera igualdad entre los géneros en la que ambos puedan jugar indistintamente el papel de maltratado y maltratador. Según ha explicado Aurelia Marcos, esto pasa, en primer lugar, por «desbloquear la idea del hombre como objeto de maltrato por medio de una educación veraz y justa, y por liberar el potencial maltratador de las mujeres, también reprimido”. En este sentido, MC ha puesto en marcha, en todas sus sedes de las capitales provinciales por duración de seis meses, talleres de concienciación y enseñanza para mujeres y hombres que deseen aprender a representar equilibradamente los roles matrimoniales por medio del maltrato o la sumisión, porque “sólo cuando dispongan de las mismas oportunidades para maltratar y ser maltratados podrá darse una igualdad efectiva entre los sexos”. Ha sido igualmente convocada, con fines de promoción y reivindicación, una manifestación en Madrid para la tarde de este viernes, que espera una participación masiva.

Otras organizaciones de lucha por la igualdad han mostrado su solidaridad con esta causa y han aprovechado el bombo mediático de «Mano a mano» para catapultar a la palestra de la opinión pública sus reivindicaciones, como es el caso de ABOCIME (Asociación de Blancos Occidentales Cristianos de Inteligencia y Movilidad Estándar), quienes reivindican urgentemente el reconocimiento de un eufemismo con el que referirse a su colectivo.

Mamá Correctiva lanza la campaña «Mano a mano» por una igualdad de género real

Versos solidarios

A los dos les invadió la solidaridad al descubrir en la angustia del compañero el propio miedo, cuando los señalaba, sin piedad, el dedo negro del terror. Los dos cayeron en la nostalgia cuando, echados en el suelo, probaron su sabor, el amargor de un último café, y cuando la impresión del hierro en la piel los transportó a su primer beso. La suerte los había conducido a un agujero sin salida, a un rincón sin esperanza. «Podría haber sido otra vida, no la mía», maldijeron. Pero en la resignación hallaron ambos su templanza. Ante el instante final nació una compasión mutua, permitida, una vez, por la común conducta del egoísmo distante, y les fue revelada su identidad. Se amaron como hermanos, porque eran iguales, en verdad. Y, por todo ello, ambos pensaron al llegar la hora crucial: «Si alguno hoy se ha de salvar, espero que ése sea yo». Y, por todo ello, es obvio que ninguno se salvó.

Versos solidarios

La Ciudad de los Sabios

Muchos hombres y mujeres eran sabios en aquella ciudad. Por supuesto era éste un hecho obligatorio, qué duda cabe. De otro modo, aquélla, que no era otra sino La Ciudad de los Sabios, jamás podría haber ostentado tal nombre. Muchos eran sabios, pues, y de no ser por una minoría descarriada la totalidad de sus habitantes lo habría sido.

Pero las gentes en La Ciudad de los Sabios eran ajenas a estas minucias. Vivían apacibles, en perpetua paz, compartiendo su saber en torno a un objeto de culto. Era así que no existía objeto más precioso, deseado y disfrutado que el libro ni costumbre o actividad de recreo más encomiable y digna que la reposada lectura, y era motivo de la gloria de la ciudad la sabiduría imperante entre sus ciudadanos. Por tanto, y como es razonable, no se concebía en La Ciudad de los Sabios mayor humillación personal que la estupidez ni se temía más calamitosa miseria que la generalización de la ignorancia.

Prevenían la desgracia a toda costa con una educación firme. En las escuelas de La Ciudad de los Sabios se enseñaba a los niños a leer como primer y más valioso regalo, a partir del cual su formación se iba erigiendo con la enseñanza de todas las variedades de la literatura en su sentido más amplio. Pronto, bajo la máxima de la lectura como devoción santa, los niños se convertían en eruditos que devoraban con gusto y, si cabe, mayor dedicación volúmenes de ciencias y de filosofía, de poesía, novelas, dramas,… Con un seguimiento continuado de este proceso, los jóvenes llegaban a consumar su instrucción. Alcanzaban la condición de sabios, como ciudadanos ejemplares de La Ciudad de los Sabios.

Tal y como era de esperar, de esta formación resultaban los ciudadanos altamente cualificados para desempeñar la tarea que se les asignaba, por la que los sabios nunca se hacían demasiadas preguntas los unos a los otros; eran pacientes y, además, sabían perfectamente cuál era dicha tarea y en qué consistía. Eran todos ellos escritores, escritores profesionales que exprimían sobre papel toda su sabiduría adquirida y creciente. Y no los movía la vanidad, no. Sus obras quedaban anónimas, aunque las firmaba el sudor de sus frentes. Eran oficiales del más honorable de los oficios posibles, y los libros que recibían como retribución de su trabajo constituían su único, suficiente y satisfactorio sustento.

De esta suerte los sabios vivían felices en su ciudad, aunque esclavizados, esclavos de su propia sabiduría. Pasaban ineludiblemente los días escribiendo de sol a sol, con dedicación dócil, los libros que por la noche otros leerían, que venerarían en el altar de su conocimiento llegando a recibir todos ellos su dosis de lectura, y sólo los estúpidos, que ni lo uno ni lo otro sabían hacer, escapaban de la esclavitud y vivían como libres repudiados. Repudiados, sí, degradados a la cota más baja del rechazo en la sociedad de los sabios, a la ignominia, por el sencillo hecho de que eran estúpidos. Jamás se tuvo en cuenta, ni mucho menos se envidió, en La Ciudad de los Sabios a esos maleantes. Se les ninguneaba sin más. Su libertad no valía lo que las cadenas de un lector porque sus palabras jamás sustituirían las de un escritor.

Ésta era la felicidad de los sabios y la prosperidad de su ciudad. Empeñaban sus días, y lo hacían complacidos, en la creación y el disfrute del tesoro más apreciado. Y tal vez podía llamarse esclavitud a esa vida; tal vez lo era, en efecto. Pero los sabios, naturalmente, sabían que ésa sólo era una palabra, nada más, y que la existencia en libertad, es decir, privada de la lectura, valía bien poco.

La Ciudad de los Sabios

Dani

— Y tú, ¿sabrías decir por qué escribes?— preguntó el viejo Dani a su hermano.

— No, no con certeza— contestó el joven Dani, y ambos quedaron pensativos.

— Y el resto de cosas que llenan tu vida, ¿por qué las haces?— preguntó el viejo Dani.

— No lo sé…— dijo el joven, y ambos quedaron pensativos.

— ¿Acaso escribes porque resulta útil?

— ¡Oh, no! Escribir no es útil.

— No lo es, ¿verdad?

— No, de ninguna manera— dijo el joven Dani—. Los libros son de lo más inútil. No llenan el estómago de nadie, no quitan del frío, no protegen de la lluvia. Los libros no ayudan a soportar penalidades, no facilitan la vida. No, no… Los libros no sirven para nada.

— Es cierto— dijo el viejo, y ambos meditaron.

— ¿Lo haces porque te obligan los valores de la cultura, las normas de corrección social? Es decir, ¿por convencionalismo?— continuó el viejo.

— No.

— Pero tampoco lo haces para cambiar esos valores y normas.

— No. Me aparto de ellos. No combato la falsedad con la mentira.

— Lógico. Y, aun así, sientes la necesidad de escribir.

— Sí— dijo el joven Dani, y ambos reflexionaron.

— Entonces— dijo el viejo—, si no es útil ni tampoco fruto del convencionalismo, nos queda la vanidad.

— ¿Qué es la vanidad?

— Es lo que motiva aquellas acciones que tienen por objeto mostrar una determinada imagen de uno mismo ante los demás, o bien lo que motiva el jactarse de esas acciones.

— Aquel que es libre no necesita de eso— dijo el joven.

— Y, ¿qué es la libertad?

— La libertad es la ausencia de miedo, tanto de lo propio como de lo externo. La libertad se da cuando una persona es completa en sí misma, de manera que la aceptación de cuanto compone su ser es absoluta y el temor al rechazo de los demás, así como la necesidad de su aceptación, no existe. Es decir, aparentar supone que uno pretende que se perciba en él algo que desea ser pero no es. Aquel que es libre o bien no desea ser nada o desea ser todo lo que es, pues de otro modo no podría aceptarse a sí mismo. No tiene que aparentar ser, sencillamente es. Por la otra parte, quien se jacta lo hace con el fin de que terceras personas reconozcan o acepten un valor que él se atribuye a sí mismo o tiene; de ese deseo de aceptación deriva el temor al rechazo y, por tanto, quien no teme no se jacta. Para aquel que es libre la vanidad simplemente no tiene sentido.

— Tal vez…— dijo el viejo Dani—, pero, ¿no será, esa persona que se cree libre, una víctima del convencionalismo?

— No puede serlo. La libertad es un ejercicio interior, íntimo. Cuando se alcanza la aceptación el miedo desaparece automáticamente y todo lo que provenga del exterior, cualquier norma impuesta por otro, ya no importa.

— Entonces, si no es por utilidad, convencionalismo ni vanidad, ¿por qué escribir?— dijo el viejo Dani sin comprender.

— Al margen de la utilidad, lo único que merece la pena en la vida son las emociones, más valiosas cuanto más intensas. Cuando la experiencia de una emoción sea el único interés de llevar a cabo los actos, puede uno estar seguro de mantener su humildad intacta y su espíritu libre de pretensiones vanas.

— De modo que escribes por el placer de hacerlo.

— Eso creo…

— Y compartirlo, ¿no será un acto vanidoso? ¿No es su fin el de jactarse?

— No— dijo el joven Dani, e hizo una pausa para pensar—. Escribir es un acto y compartir es otro. La motivación de este nuevo acto que es compartir debe ser también la emoción de llevarlo a cabo, el sentimiento que genere, como la felicidad que inspira en uno el hecho de hacer felices a otros, si es que es así.

Hubo un silencio.

— Así lo habría hecho yo, al menos, cuando hubiera alguien afín que deseara compartirlo— continuó el joven Dani—, y así lo hago cuando no lo hay.

— Sí…— dijo el viejo Dani—, supongo que sí…

Consideraron que habían alcanzado la comprensión, y ambos quedaron pensativos. Pero tras un largo rato de silencio, el viejo Dani alzó su voz de nuevo.

— ¿Y el miedo a la muerte?

— ¿Cómo dices?— reaccionó el joven Dani, saliendo de su ensimismamiento.

— El miedo a la muerte, es la única falla que encuentro.

El joven Dani calló.

— La libertad es la ausencia de miedo, ¿sí?— preguntó el viejo Dani, y continuó ante la afirmativa de su joven hermano—. Aquel que es libre o bien no desea ser nada o desea ser todo lo que es, ¿correcto?— y el joven asintió otra vez—. Pero del mismo modo que el deseo de aceptación genera el miedo al rechazo, el deseo de ser algo, aunque ese algo sea precisamente lo que se es, genera necesariamente el miedo a no ser nada. Por lo tanto la única posibilidad de ser libre, de no temer ni tan siquiera la muerte, consiste en no desear ser nada en primer lugar, y entonces sí, la aceptación, la falta de miedo, de necesidades y la libertad, por supuesto, llegan inevitablemente, una detrás de otra, igual que caen las fichas del dominó.

Vio el joven Dani que su hermano mayor llevaba razón y los dos sonrieron, pensando que sobre aquello no había más que decir, y quedaron pensativos.

Dani

Inversión

17 de octubre

Me encanta venir a observarles, y por eso lo hago con gran frecuencia. Lo disfruto de una u otra manera, y es que tanto el placer como la amargura que me inspiran son trepidantes emociones a la altura de la admiración que les profeso. Pues ellos no evolucionan, su cotidiano gasto de tiempo es dedicado al sueño, a una alimentación insípida y a la reciprocidad retozadora de sus lenguas libertinas. Reconozco síntomas notorios de alguna de éstas actividades en cada una de mis observaciones. Sin embargo, aun a falta de variaciones, cada nuevo ejemplo de sus viejas costumbres entraña cierta particularidad que, si bien percibo con claridad, se niega a descubrirse a mi comprensión. Una particularidad que baña de misterio la realidad por otra parte archiconocida, que en esencia no varía, y sin la cual ésta se me resiste a ser reproducida.

20 de octubre

Los animales no reparan en mi presencia; por lo general, no pueden detectarme sus ojos. Levito entonces como un fantasma entre sus cubículos. Atravieso la seguridad de los cristales que separan sus alcobas de la zona de observación estipulada y sus cuerpos a falta del mío. Me acerco a ellos estudioso, soy libre de experimentar con ellos cuanto me plazca. Los examino y los someto a pruebas.

24 de octubre

Mi agitado interés llega a excederse en ciertos casos y viola los límites de la prudencia. Hoy un ejemplar hembra ha reaccionado conscientemente a una dosis. Ha debido de sentir en su cogote el aire espirado por la nariz que le olisqueaba, o escuchado, cercano a su oído, el rasgar de un lápiz sobre el papel. Ha entrado en estado de alerta, me ha descubierto, me ha hecho corpóreo, me ha devuelto al lado que me corresponde y durante un instante efímero hemos sido dos seres idénticos en una sala dividida, discriminados por un muro invisible que ofrece aposentos para ambos. Pero inmediatamente se ha alterado, estaba excitada, y ha convocado aprisa a sus semejantes a presenciar el espectáculo. El pelotón ha crecido rápidamente al otro lado del escaparate y ha centrado en mí su atención. Ninguno ha sido capaz de aplacar sus ansias para la práctica de una contemplación rigurosa. Uno de ellos golpeaba el cristal con el puño y otros chillaban, ladraban, rugían, piaban, berreaban o rebuznaban según su naturaleza, instándome a hacer pronto algo divertido o explicar algún experimento insólito. Otros muchos aplastaban expectantes sus caras contra la pantalla y sólo esperaban el inicio de la función. Yo era su atracción. Me he visto obligado a abandonar la sala.

25 de octubre

Me pregunto si, una vez que me descubrieron, no anhelan hoy la libertad, si no desean cruzar a este lado del cristal y ser como yo, si no aspiran a experimentar. Pero me desengaño. Mi exploración es su entretenimiento que no quieren ni pueden tomar en serio. Me pregunto si para ellos también es mi conducta una futilidad invariable adornada por la magia de una novedad recurrente que no alcanzan a entender. Me niego a tener que explicarme por su simple pretensión de recibir divertimento a costa de mis extravagancias. Me pregunto si existe, en verdad, una diferencia entre ellos y yo, entre los dos lados de la sala dividida que ocupamos, pues siento de pronto que me rodean éste y un sinfín de otros muros invisibles. Me pregunto quién está aislado por esas barreras. Me pregunto quién vive en cautividad.

Inversión

P.D.: Le odio

Querido amigo y bienhechor, tengo a bien escribirle para discutir ciertos aspectos de suma importancia concernientes a nuestra convivencia y por el sincero deseo de presentarme formalmente, aun a riesgo de hacerlo cuando ya mejor hubiera sido pasar desapercibida. Sí obstante, permita que me dirija a usted con la mayor gravedad y buen propósito.

Reconozco que mi posición respecto de usted es, ciertamente, de dificultosa aclaración. Piensa, tal vez, que vivo en su interior, en su corazón como dirían algunos. Piensa que soy la esencia de su vida cuyo instrumento, cuyo vehículo para experimentarla, es su cuerpo. Sabe usted que algún día morirá y cree que, llegado ese momento, yo saldré despedida de mi continente ya inerte hacia el país de la eternidad. Algunos llegan incluso a pensar que cuando eso suceda y deje atrás el transporte que usted me brinda, éste pesará algunos gramos menos como consecuencia de mi marcha. Debo serle sincera y le confieso que eso es a todas luces imposible debido a mi naturaleza. Yo no peso absolutamente nada, no tengo masa, porque para tenerla me vería obligada a estar compuesta por materia y, en caso de que así fuera, no sería posible que residiese en el interior de su cuerpo, porque es evidente la imposibilidad de que dos partículas de materia diferentes ocupen un mismo punto del espacio. Por este razonamiento se hace evidente que yo no soy materia.

Ahora que sabe esto, no me imagine como un personajillo translúcido que comparte su apariencia y tamaño y que vuela de aquí para allá sin jamás utilizar las puertas. En primer lugar, yo, que soy inmaterial, igual que masa tampoco tengo forma, pues ésta es la descripción geométrica de la parte del espacio que yo ocupo. Fíjese en que, al ser inmaterial, no ocupo espacio. Además, no siendo materia mi expansión no tiene ningún límite. No hay objeto material ni inmaterial que pueda contenerme, por lo que se llega a la conclusión de que soy infinita, omnipresente. Y no sólo eso, pues dese cuenta de que la inmaterialidad y la infinitud me obligan a existir de manera atemporal. Siempre he existido y existiré; la creación y la destrucción son fenómenos que no tienen sentido desde el punto de vista de la inmaterialidad.

Sepa, amigo, que le estoy agradecida ya que sólo pude reconocer mi existencia cuando entré en contacto con su cuerpo y experimenté el mundo material a través de él. Comprendí mi inmaterialidad y mi infinitud, y mi consiguiente atemporalidad. Sin embargo, estas cualidades obligan a que yo esté presente no sólo en el cuerpo de usted, sino en todos los demás también y al mismo tiempo. ¿Por qué, entonces, sólo puedo experimentar el mundo material a través del suyo? ¿No debería hacerlo a través de todos los cuerpos de todos los tiempos? Una posible explicación para esta duda, y que muy probablemente será la solución acertada, es la que niega por completo mi existencia y la validez de todas mis argumentaciones anteriores por desembocar en esta contradicción. Así, usted, con su cuerpo, habría entrado en contacto con el mundo material y habría inventado mi existencia para que ahora yo demuestre su falsedad. Tan sencillo como eso.

Pero aguarde, por favor, no me dé por muerta aún. Admitamos un rato más que existo, que soy inmaterial, infinita y atemporal, pero que por alguna razón que escapa al entendimiento de ambos yo sólo puedo experimentar el mundo material a través del contacto con su cuerpo, y con ninguno más. En este supuesto, mi existencia anterior al contacto con usted fue un desierto de oscuridad que ahora comprendo pero que, obviamente, no puedo recordar. Y es que al no experimentar nada por no disponer de un cuerpo con el que hacerlo no podía siquiera imaginar, no digamos ya certificar, mi existencia. En dicho estado, de hecho, no existe una diferencia entre la existencia y la inexistencia. Ahora convivimos y me regocijo en nuestra unión pero, cuando usted se vaya y su cuerpo no sea válido para que yo experimente el mundo material, ¿deberé regresar a ese desierto de oscuridad del que esta vez sí seré plenamente consciente por la posibilidad de recordar todo cuanto ahora compartimos? ¿Tendré que soportar despierta la tortura de la nada más absoluta por toda la eternidad de mi existencia? Le pido disculpas y también le doy las gracias por todo el bien que me dispensa hoy pero, para terminar también con sinceridad, declaro que no acepto ese trato. En tal caso, prefiero no existir.

Atentamente,

Alma

P.D.: Le odio